jueves, octubre 22, 2009

Un mundo para Julius

Ficha técnica:
Un mundo para Julius
Alfredo Bryce Echenique
Ed. Anagrama, 4ª ed., 2005
Col. Narrativas hispánicas
978-84-339-0989-3

Sinópsis:
Una visión infantil y descarnada del universo de la oligarquía peruana. En su entorno, se sitúan los criados que habitan también el palacio y el niño protagonista que evoluciona desde la inocencia hasta la comprensión cabal pero traumática de su mundo. Una novela en la que no falta el humor que enmascara los dramas, la ironía delicada y diferentes maneras de enfocar la narración, que se mueve desde el flujo de conciencia hasta el estilo directo libre o el diálogo y la aproximación oral del relato.

Alfredo Bryce Echenique

Nacido en Lima (Perú) en 1939. Realizó sus estudios primarios y secundarios en colegios regidos por profesores norteamericanos e ingleses. En la peruana Universidad Nacional de San Marcos obtuvo los títulos de abogado y doctor en Letras. En 1964 se trasladó a Europa, con prolongadas estancias en Francia y España. Ahora reside de nuevo en Perú. Es uno de los autores hispanoamericanos más traducidos del momento.

Obras:

Novela

Dos señoras conversan (1990)
El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1985)
El huerto de mi amada (2002). Premio Planeta de Novela en 2002.
Guía triste de París (1999)
La amigdalitis de Tarzán (1999). Premio Grinzane Cavour (narrativa extranjera/ Italia) en 2002.
La última mundanza de Felipe Carrillo (1988)
La vida exagerada de Martín Romaña (1981)
Las obras infames de Pancho Marambio (2007)
No me esperen en abril (1995)
Reo de nocturnidad (1997)
Tantas veces Pedro (1977)
Un mundo para Julius (1970). Premio Nacional de Literatura de Perú en 1972.

Cuentos

Cuentos completos (1995)
Goig (1987)
Huerto cerrado (1968)
Magdalena peruana y otros cuentos (1986)
La felicidad ja ja (1974)

Crónicas y memorias

A vuelo de buen cubero y otras crónicas (1977)
A trancas y barrancas (1996)
Crónicas perdidas (2002)
Crónicas personales (1988)
Entre la soledad y el amor (Ed. Debate, 2006)
Para que duela menos (1995)
Permiso para sentir (Antimemorias II) (2005)
Permiso para vivir (Antimemorias) (1993)


Clubcultura.com

viernes, octubre 16, 2009

2053


Baste decir que el primer domingo del único mayo de 2053, la pequeña sonda de reconocimiento estalló en 4.563 fragmentos grandes, y muchos más de menor tamaño. Sus restos chisporrotearon un tiempo en la inmensidad que se estira entre las estrellas y desaparecieron como absorbidos por un niño con una pajita. Todo ello en el más absoluto de los silencios.

Desde la nave nodriza tripulada, en la que viajaban Edgard W. Siffil, de Tennessee, Amin Lebeuf, de Orán, y un orangután llamado Bill, se emitió un comunicado que llegaría al extenso desierto de la Tierra dos años más tarde: “Sin éxito”, oraba éste.

Inmediatamente después de que la pequeña cápsula se disipase en los monstruosos confines del espacio, la nave nodriza comenzó el regreso con su derivar inerte por la avenida de los astros. Una inminente nube roja, igual que un largo dedo viejo, trataba de interceptar la nave.

Edgard W. Siffil echó un último vistazo a Passalosa V-15, en cuya órbita se había evaporado la sonda. Contempló el verde de su océano y el lánguido discurrir de sus nubes. Amin Lebeuf logró rescatar de su equipaje una fotografía que creía perdida en la que sus dos hijas sonreían a la cámara, mostrando una homogénea hilera de piezas blancas como los Polos. Bill se rascaba una oreja, estudiando los excrementos de su jaula.

El largo dedo gaseoso alcanzó el morro de la nave y lo zarandeó como antes lo hacía el viento a la avena, arrojando placas metálicas al titilante infinito. Bill gritaba, chillaba, aullaba y se rascaba. Amin guardó la foto en el bolsillo y se posó frente a una ventana tras la que se derramaban hebras rojas. Edgard W. Siffil envió un último comunicado al extenso desierto de la Tierra: “Busquen otro lugar”. Y añadió: “O arreglen el que tienen”.


Por Jorge Jiménez Ríos

Relato ganador del certamen de microcuentos organizado por Ediciones Godot.
Ilustración original para la revista Esperando a Godot.


Pablito, un niño vulgar


Pablito es, a simple vista, un niño más en la escuela. Mastica el culo de los lápices, como los demás. Y como los demás le gusta el olor del pegamento y las pequeñas tijeras azules que más que cortar estropean. Pero hoy se ha olvidado de esperar en el vestuario a que los demás niños se marcharan y se han reído de lo pequeña que la tenía.

"Cariño, con siete años y pocos días, tenerla pequeña es un factor muy ambiguo", le ha dicho su madre al volver a casa. Pablito no lo ha entendido y ha pensado que también se reía de él, por lo que se ha encerrado en su cuarto y se la ha mirado durante un rato largo delante del espejo.

Ha conseguido dormir, aunque el resto de la tarde la ha pasado pensando que todo era muy grande. El tenedor, el mando de la televisión e incluso las pequeñas tijeras azules que más que cortar estropean. "Para qué quiere la gente cosas tan grandes", ha dicho para sí mismo, hundiendo la barbilla en su pijama rojo con aviones.

Su padre ha llegado cuando terminaba de cenar. Se lo ha contado y entre carcajadas y aflojándose la corbata, le ha respondido: "no deberías preocuparte por esas cosas todavía".

Antes de sumergirse bajo las sábanas ha escrito cien veces en su cuaderno: “Mañana no me olbido de hesperar” y ha tirado a la papelera sus tijeras.

Por Jorge Jiménez Ríos

Inspiración

Andaba devorando una manzana asada, con mis calzoncillos favoritos y los calcetines más cómodos que tengo (dejan los dedos a su aire y no hacen sudar) cuando llamaron insistentemente a la puerta. Yo vivía en un cuartucho demencial, en compañía de un jergón con más cucarachas que paja y una pila estúpida de libros incapaz de enseñar nada (¡Un buen libro!, solo pedía eso). No estaba nada contento aquella mañana y ni siquiera me tomé la molestia de limpiar el caramelo que resbalaba por mi barbilla. Algo de lo que me arrepentí en el mismo instante en que abrí la puerta. Unas piernas largas como cuellos de jirafa desembocaban en un embutido sinfín de carne bien proporcionada. Tenía unos ojazos camaleónicos que cambiaban según el lugar en que los posara. Hubiera soportado con buena cara su cuerpo rebotando contra el mío.

—Hola —dijo ella con una sonrisa total.

No tenía palabras, pero sí los dientes llenos de piel de manzana (además mis calzoncillos eran demasiado cortos como para hacerme el interesante), y no dije nada.
—¿Pensaba que me buscabas? —añadió sin parpadear.

Como yo no tenía ni idea de quien era ella, rápidamente apelé a mi sentido común y este me falló como siempre, así que a la vista de la situación respondí con sinceridad, repasando una vez más aquellas piernas ilimitadas.
—Te he buscado toda la vida.

Ella asintió con una expresión infantil y me dijo que entonces pasaría, sin darme tiempo a advertirla que un paseo fuera de mi cuartucho complacería más a su festiva mirada.
—Esto es un asco —corroboró, sin darle mucha importancia, mientras lanzaba fugaces vistazos a mis escasos calzoncillos —. ¿No quieres ponerte algo?

Eché mano a unos pantalones que se arrugaban en una silla (ella no tenía porque saber que eran los únicos que tenía). No iba a ponerme nada en los pies porque así estaba más cómodo y porque ya no iba a remediar la primera impresión.
—Mucho mejor —confirmó ella —. Ya podemos empezar, venga coge una pluma.

Me iba a dejar llevar todo el tiempo que ella quisiera. Aunque no albergaba ninguna idea de que hacer con una pluma que ni siquiera tenía.
—No tengo — repliqué. En seguida me lanzó una mirada punzante que me hizo temer que igual que había venido se marcharía—. Y tampoco tengo papel.

Sus estupendos pechos repicaron al dejarse caer sobre la silla, desencantada y lanzando un prodigioso suspiro.
—¿Y cómo piensas escribir una novela entonces?

Constaté que estaba como un queso, y como la cabra de donde sale. En mi vida había tenido la intención de escribir nada, ni me sentía capaz de hacerlo. Por el torpe arqueo de mis cejas ella debió adivinarme los pensamientos. Estaba a punto de decirle que se ahorrara cualquier comentario.
—¿Y para qué me has llamado? —se adelantó, inquisitiva.

Repasé mis últimas cogorzas de vino ajado y peleón y no recordé a nadie como ella. Ni a nadie diferente porque siempre me emborrachaba solo, en calzoncillos y con los calcetines más cómodos que conozco, dentro de mi cuartucho.
—Yo no te he llamado, tú te has presentado —comuniqué dándome aires de irrebatibilidad.

Se desplomó aún más sobre la silla y estiró las piernas, que apenas cabían en el cuartucho. Cruzó las manos sobre el vientre y se quedó escrutándome, seguro que con el cerebro chirriando y moviendo sus engranajes a toda velocidad.
—Siempre te estás quejando de que no lees un buen libro —mintió. Nunca me había quejado a nadie. A todos los que conozco les parece que un libro es más útil si sirve para apuntalar una mesa. Mi colección está formada por un puñado de volúmenes con la tapa hundida por una pata de madera. Quise excusarme.
—No he tenido tiempo para comprar más—. Tampoco tenía dinero pero no era asunto suyo.

Seguía escrutándome sin ningún reparo, como si mis palabras le resbalaran por el escote, las piernas y otras partes que me ponían nervioso y frenético.
—No tengo intención de volver así que aprovecha —sentenció. Mis esperanzas se mudaron a un lugar profundo y lleno de alimañas.

—Pero si no tengo ni idea de escribir, soy igual de malo que los autores de ahí —señalé sin mucha convicción el montón de libros. Los ojos de ella seguían clavados en mí apremiándome a dejar de decir verdades.

—El libro lo vas a leer solo tú—. Esa era otra verdad monumental, aunque sentí una punzada incandescente en el pequeño rincón que ocupaba mi amor propio. Hasta mis dedos de los pies lo notaron y se agitaron molestos en sus agujeros.

La muy meliflua no me había convencido, pero no quería que se fuese todavía, y por alimentar más falsas esperanzas, busqué mis zapatos (distintos) y perturbé a las cucarachas en su jergón para atrapar algunas esquivas monedas, mientras ella me observaba con una sonrisa triunfal y los ojos cambiando caprichosamente de color.
—Voy a por una pluma —aseguré dando pequeños pasos hasta la puerta por ver si tenía intención de seguirme—. Y a por papel –demoré mi salida.

Finalmente estuve seguro de que saldría solo y abrí la puerta, con lo que el hedor moribundo que se extendía por el edificio me azotó la nariz. Ella, desde su silla, me detuvo.
—Cuando vuelvas ya no estaré —.Por alguna razón, que identifique como falta de atractivo, carisma y dinero, no me extrañó—. Pero no seas cobarde, puede que si terminas por desgastar la pluma me llames de nuevo.

He de reconocer que la idea me sedujo, además solo me podía permitir una pluma usada, con lo que la mitad del trabajo estaba hecho. Cerré la puerta por fuera y bajé las escaleras antes de que los dedos de mis pies empezaran a quejarse por su enclaustramiento. Un último consejo brotó de mi cuartucho cerrado.
—¡Y cómprate otros pantalones!



Por Jorge Jiménez Ríos
Relato finalista en el I Concurso de Relatos cortos Katharsis 2008 (Revista Literaria Katharsis).

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