viernes, octubre 16, 2009

Inspiración

Andaba devorando una manzana asada, con mis calzoncillos favoritos y los calcetines más cómodos que tengo (dejan los dedos a su aire y no hacen sudar) cuando llamaron insistentemente a la puerta. Yo vivía en un cuartucho demencial, en compañía de un jergón con más cucarachas que paja y una pila estúpida de libros incapaz de enseñar nada (¡Un buen libro!, solo pedía eso). No estaba nada contento aquella mañana y ni siquiera me tomé la molestia de limpiar el caramelo que resbalaba por mi barbilla. Algo de lo que me arrepentí en el mismo instante en que abrí la puerta. Unas piernas largas como cuellos de jirafa desembocaban en un embutido sinfín de carne bien proporcionada. Tenía unos ojazos camaleónicos que cambiaban según el lugar en que los posara. Hubiera soportado con buena cara su cuerpo rebotando contra el mío.

—Hola —dijo ella con una sonrisa total.

No tenía palabras, pero sí los dientes llenos de piel de manzana (además mis calzoncillos eran demasiado cortos como para hacerme el interesante), y no dije nada.
—¿Pensaba que me buscabas? —añadió sin parpadear.

Como yo no tenía ni idea de quien era ella, rápidamente apelé a mi sentido común y este me falló como siempre, así que a la vista de la situación respondí con sinceridad, repasando una vez más aquellas piernas ilimitadas.
—Te he buscado toda la vida.

Ella asintió con una expresión infantil y me dijo que entonces pasaría, sin darme tiempo a advertirla que un paseo fuera de mi cuartucho complacería más a su festiva mirada.
—Esto es un asco —corroboró, sin darle mucha importancia, mientras lanzaba fugaces vistazos a mis escasos calzoncillos —. ¿No quieres ponerte algo?

Eché mano a unos pantalones que se arrugaban en una silla (ella no tenía porque saber que eran los únicos que tenía). No iba a ponerme nada en los pies porque así estaba más cómodo y porque ya no iba a remediar la primera impresión.
—Mucho mejor —confirmó ella —. Ya podemos empezar, venga coge una pluma.

Me iba a dejar llevar todo el tiempo que ella quisiera. Aunque no albergaba ninguna idea de que hacer con una pluma que ni siquiera tenía.
—No tengo — repliqué. En seguida me lanzó una mirada punzante que me hizo temer que igual que había venido se marcharía—. Y tampoco tengo papel.

Sus estupendos pechos repicaron al dejarse caer sobre la silla, desencantada y lanzando un prodigioso suspiro.
—¿Y cómo piensas escribir una novela entonces?

Constaté que estaba como un queso, y como la cabra de donde sale. En mi vida había tenido la intención de escribir nada, ni me sentía capaz de hacerlo. Por el torpe arqueo de mis cejas ella debió adivinarme los pensamientos. Estaba a punto de decirle que se ahorrara cualquier comentario.
—¿Y para qué me has llamado? —se adelantó, inquisitiva.

Repasé mis últimas cogorzas de vino ajado y peleón y no recordé a nadie como ella. Ni a nadie diferente porque siempre me emborrachaba solo, en calzoncillos y con los calcetines más cómodos que conozco, dentro de mi cuartucho.
—Yo no te he llamado, tú te has presentado —comuniqué dándome aires de irrebatibilidad.

Se desplomó aún más sobre la silla y estiró las piernas, que apenas cabían en el cuartucho. Cruzó las manos sobre el vientre y se quedó escrutándome, seguro que con el cerebro chirriando y moviendo sus engranajes a toda velocidad.
—Siempre te estás quejando de que no lees un buen libro —mintió. Nunca me había quejado a nadie. A todos los que conozco les parece que un libro es más útil si sirve para apuntalar una mesa. Mi colección está formada por un puñado de volúmenes con la tapa hundida por una pata de madera. Quise excusarme.
—No he tenido tiempo para comprar más—. Tampoco tenía dinero pero no era asunto suyo.

Seguía escrutándome sin ningún reparo, como si mis palabras le resbalaran por el escote, las piernas y otras partes que me ponían nervioso y frenético.
—No tengo intención de volver así que aprovecha —sentenció. Mis esperanzas se mudaron a un lugar profundo y lleno de alimañas.

—Pero si no tengo ni idea de escribir, soy igual de malo que los autores de ahí —señalé sin mucha convicción el montón de libros. Los ojos de ella seguían clavados en mí apremiándome a dejar de decir verdades.

—El libro lo vas a leer solo tú—. Esa era otra verdad monumental, aunque sentí una punzada incandescente en el pequeño rincón que ocupaba mi amor propio. Hasta mis dedos de los pies lo notaron y se agitaron molestos en sus agujeros.

La muy meliflua no me había convencido, pero no quería que se fuese todavía, y por alimentar más falsas esperanzas, busqué mis zapatos (distintos) y perturbé a las cucarachas en su jergón para atrapar algunas esquivas monedas, mientras ella me observaba con una sonrisa triunfal y los ojos cambiando caprichosamente de color.
—Voy a por una pluma —aseguré dando pequeños pasos hasta la puerta por ver si tenía intención de seguirme—. Y a por papel –demoré mi salida.

Finalmente estuve seguro de que saldría solo y abrí la puerta, con lo que el hedor moribundo que se extendía por el edificio me azotó la nariz. Ella, desde su silla, me detuvo.
—Cuando vuelvas ya no estaré —.Por alguna razón, que identifique como falta de atractivo, carisma y dinero, no me extrañó—. Pero no seas cobarde, puede que si terminas por desgastar la pluma me llames de nuevo.

He de reconocer que la idea me sedujo, además solo me podía permitir una pluma usada, con lo que la mitad del trabajo estaba hecho. Cerré la puerta por fuera y bajé las escaleras antes de que los dedos de mis pies empezaran a quejarse por su enclaustramiento. Un último consejo brotó de mi cuartucho cerrado.
—¡Y cómprate otros pantalones!



Por Jorge Jiménez Ríos
Relato finalista en el I Concurso de Relatos cortos Katharsis 2008 (Revista Literaria Katharsis).

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